Escribe Joan Didion al inicio de El año del pensamiento mágico: “La vida cambia deprisa. La vida cambia en un instante. Te sientas a cenar y la vida que conocías se acaba”. El resto del libro puede leerse, también, como el intento de capturar en palabras ese instante y sus reverberaciones.
En Archivo agonía, la primera novela de Marina Azahua, un personaje aspira a lo opuesto: a reconocer ese instante en que la vida se quiebra sin posibilidad de retorno. Otro personaje, en cambio, encuentra en la escritura su única herramienta para mantener una conversación más allá de la muerte.
El libro está construido a partir de un intercambio epistolar entre R. —una mujer que vive sola tras la muerte de su pareja, la artista Edith Vogelstein— y Gabriel Fonseca, editor y amigo de la infancia. R. escribe sus cartas con una urgencia doble: desea por preservar la obra y la memoria de Edith, pero también aspira a eludir el confín de su propio olvido.
El archivo de Edith —ese que R. se empeña en salvar— está hecho de imágenes inusuales: fotografías de personas en agonía, intervenidas con recortes, pintura y tachaduras. A esas imágenes, Edith las llamaba “canarios”, como las aves que los mineros llevaban a las profundidades para detectar, antes que nadie, la presencia de la muerte.
Archivo agonía (Sexto Piso, 2024) es, entre otras cosas, un libro sobre la escritura como una forma de acompañamiento. A medida que avanzamos en el libro, descubrimos que las cartas de R. a Gabriel son un archivo dentro del archivo. El inventario de una amistad que se desbarata.
Al final —como sabía Didion y como intuye también esta novela— nadie escribe para impedir que la vida cambie. Se escribe, acaso, para dejar constancia de lo que hubo justo antes de que cambiara.
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Archivo agonía dialoga con Retrato involuntario, tu libro anterior. Y pienso en Gloria Gervitz, que ha dedicado años a escribir un poema interminable, Migraciones. ¿Hay algo de eso en tu propia escritura? ¿Cómo piensas esa conexión?
Tuve una maestra que decía que en realidad uno se pasa toda la vida escribiendo un solo libro. Puede que se publique en volúmenes distintos, pero al final es siempre el mismo gran libro.
Y sí, hay vasos comunicantes muy claros entre Retrato involuntario y Archivo agonía. De entrada, los dos giran en torno a la fotografía y lo que implica representar ciertos momentos cruciales de la vida de una persona. En el primero me concentré más en las imágenes de la violencia; en Archivo agonía la novela sigue a una mujer que colecciona fotografías que registran el instante exacto de la muerte de alguien. No siempre es una muerte violenta, aunque a veces sí. Ambos libros son un retrato de mis obsesiones más profundas, que tienen que ver con problematizar lo que significa la representación, en un sentido amplio. Me he enfocado en la fotografía porque la amo como género, porque crecí muy cerca de ella —mi abuela era fotógrafa— y porque siempre me ha llevado a hacerme preguntas grandes.
Pero también es un libro sobre otras cosas: sobre la vejez, sobre el amor. Me gusta decir que es una novela de amor con muchísima muerte de por medio.
Es un amor interrumpido. Un amor en el que la agonía es la antesala del duelo. ¿Cómo pensaste esa dimensión en la novela?
Es un libro que habla de muchas formas de pérdida. No solamente el duelo de la muerte en las imágenes fotográficas, también en la dinámica entre los personajes. En la relación epistolar entre R. y Gabriel aparece un primer duelo: el de quien busca convencer a un editor de que publique un libro, preguntándose si va a funcionar o no.
Como yo soy escritora y editora, he estado en ambos lados de esa dinámica. Buscar quién te escuche, quién se interese por lo que consideras valioso, es un acto muy vulnerable. Y a veces, cuando esa búsqueda no es fructífera, lo que ocurre es un duelo: ¿qué haces con el libro que nadie quiso publicar?
Pero también existe un duelo con el libro que sí quisieron publicar. Se habla mucho de que, cuando uno termina un libro, te da una especie de depresión posparto. Yo lo he visto mucho como editora: el libro ya no te pertenece, ahora pertenece a los lectores. Y además de esos duelos, está el duelo del amor no correspondido y el duelo por la muerte del ser amado.
Me gusta decir que Archivo agonía es una mezcla entre Ante el dolor de los demás de Susan Sontag y El año del pensamiento mágico de Joan Didion… en formato Drácula. Porque Drácula es una novela documental, donde no hay un narrador omnisciente, sino un cúmulo de documentos. Y lo mismo ocurre en Archivo agonía: tú como lector te enfrentas a un dossier de cartas y a partir de eso vas reconstruyendo la historia.
El libro está repleto de imágenes con un peso específico para la historia. ¿Cómo funciona la dimensión visual en el libro?
Edith pasó su vida entera coleccionando esas fotos de personas agonizando. Pero además las intervenía visualmente con técnicas plásticas tipo collage o intervención pictórica. Lo hacía como un ejercicio de pensamiento. Las llamaba canarios “canarios” por la metáfora del canario en la mina. Coleccionaba las imágenes de agonía como una forma de advertir su propia muerte. Algunos de esos canarios están incluidos en la novela, y uno puede ver esa segunda voz, que es la de Edith. Esa voz silenciosa es completamente visual.
En realidad, es una novela construida en la dinámica de tres voces que están en constante comunicación: R, que escribe; Gabriel, que está en silencio; y Edith, que habla con imágenes.
R. es arqueóloga, y algo me dice que esa elección de profesión no es casual. Tiene que ver con su carácter y con su forma de relacionarse con el archivo que le dejó Edith. ¿Por qué era importante que R. fuera arqueóloga?
R. no fue arqueóloga desde el inicio, pero terminó siendo una elección obvia. En el fondo, lo que R. hace es escarbar el archivo que heredó de Edith. Va desenterrando capas, no solo físicas, sino también de significado. Y esa elección también tiene que ver con cómo funciona el libro: porque el lector se convierte, de algún modo, en un arqueólogo. El lector también va reconstruyendo los hechos a partir de pequeños hallazgos, de pistas y fragmentos. El lector tiene que ser muy activo, tiene que ir armando el rompecabezas con esos pedacitos que yo, como escritora, voy dejando.
Además hay algo muy interesante, que es casi una obviedad para quienes se dedican a la arqueología, pero a mí me parece una imagen muy poderosa: toda excavación arqueológica es un proceso de destrucción. Para excavar tienes que destruir lo que existe, para poder documentarlo y después reconstruir.
Esa dinámica entre destrucción y preservación me importa mucho. Me interesa pensar cómo crear también es un acto de destrucción.
Todo acto creativo es también un acto de archivación, ¿no? Todo el tiempo estamos construyendo archivos.
Totalmente. Otro de los temas que me importaba mucho explorar en esta novela son las tensiones que hay entre el archivo institucional y el personal, el archivo vernáculo.
Los archivos que existen en nuestras vidas privadas. Por ejemplo, un recetario de cocina de tu abuelita es un archivo. El jardín de tu tía, lleno de hierbas de olor o de hierbas curativas, eso es un archivo. El clóset de tu mamá es un archivo. La caja de herramientas de tu papá también. Todo el tiempo estamos haciendo archivo. Todos cargamos un archivo en nuestro propio bolsillo: el celular.
Y luego está el otro archivo, el institucional, que en este caso tiene un papel dentro de la novela. Las cartas de R. a Gabriel están alojadas dentro de un archivo institucional —presumiblemente de alguna universidad— que compiló los papeles personales de Gabriel y donde quedaron guardadas esas cartas.
Entonces, las tensiones y las dinámicas entre el archivo personal, íntimo, no mediado por una autoridad, y el archivo institucional, mediado por el poder, me importaban mucho.
Hablemos sobre la duración de las agonías. Las hay larguísimas, como las de las enfermedades, y otras muy fugaces. El retrato de esas agonías breves capta un instante que es casi un producto del azar. Pensaba, por ejemplo, en las fotos de las personas que se lanzaron desde las Torres Gemelas: esos cuerpos que están en el aire, conscientes, quizás, de que son sus últimos segundos. ¿Qué significa para ti ese momento? ¿Cuál es el peso de esas diferentes agonías?
Una de las obsesiones de Edith en la novela es definir qué es la agonía. ¿Es el momento preciso antes de la muerte? ¿O es más amplio? ¿La muerte es un instante o es un proceso? Todas esas son preguntas que están al centro de la novela. Edith plantea que las agonías tienen esa variabilidad de extensión de tiempo, pero lo que las caracteriza, sin importar cuánto duren, es que son el momento en el cual ya no hay vuelta atrás. Sigues vivo, pero ya no vas a poder seguir vivo. Todavía no te mueres, pero te vas a morir. Eso ya es innegociable. Las fotografías de las personas que se lanzaron de las Torres Gemelas son un registro histórico que materializa esa definición de la agonía. Porque esas personas, que están cayendo, están lo más vivas que han estado en toda su vida, porque justo se lanzaron al vacío intentando vivir. No querían morir quemadas, no querían morir atrapadas. Se lanzan al vacío con una intención de vida. Y sin embargo, van a morir.
Otra fotografía que se explora en la novela es la del monje en llamas en Saigón, en 1963, que se prendió fuego como forma de protesta. El monje Thích Quảng Đức. Cuando está en llamas, sigue vivo. Pero no hay manera de que su cuerpo se reconstituya. Va a morir. Pero en ese momento, el registro fotográfico lo muestra vivo.
Y en esas imágenes hay algo que el video no puede capturar del todo. Ese gesto del cuerpo solo se puede ver congelado.
Exacto. Esa es la maravilla de la fotografía, que congela el tiempo, nos permite hacer una pausa para pensar. El video implica otra cosa, porque tiene otro lenguaje.
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